Nota de opinión

Angustia, poder y soberanía

Por Mariano Pinedo

El 9 de julio de 1816, los representantes de las provincias unidas, “en nombre y por autoridad de los pueblos, declararon su voluntad de independencia de los reyes de España y de toda otra dominación extranjera. Desde ese momento y no sin discusiones y luchas, nuestra Patria fue una Nación libre e independiente y comenzó su camino de constituirse tomando decisiones soberanas. La bellísima declaración del Congreso de Tucumán, compromete a los firmantes “al cumplimiento y sostén de esta su voluntad, bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama”.

Mucha agua ha pasado bajo el puente. No viene al caso incursionar en lugares comunes del devenir de nuestra rica historia, aludiendo a los muchos y variados sucesos que acreditan valentía y responsabilidad por parte del pueblo argentino para “sostener” esa voluntad de ser libres e independientes de toda dominación extranjera. Un verdadero mandato estampado con la firma en el acta del Congreso de Tucumán y con la sangre y el testimonio de sucesivas generaciones de argentinos: cumplir y sostener en el tiempo, en cada tiempo, la voluntad política popular de ser Nación. Tampoco relataremos las defecciones de algunos de los “representantes” de ese pueblo, ya sea por olvidar que lo son o, directamente, por elegir ser personeros de otros intereses, poniendo gravemente en riesgo el verdadero sentido de la independencia.

Alguna vez, un presidente Argentino -algo influenciado por sus propias emociones-, imaginó “la angustia que debieron sentir” los miembros del Congreso al plantarse ante los reyes de España y cumplir con el mandato popular de ser libres de su dominación (y de toda otra dominación extranjera). No soy psicólogo ni pretendo hacer de este artículo un trabajo sobre el tema, pero hurgando un poco en lo básico disponible en internet, aprendí que Freud, el padre del psicoanálisis, diferencia entre angustia realista y angustia neurótica, siendo la primera aquella que “alerta y prepara para la huida ante un peligro exterior” o “termina en paralizar al individuo”. Respecto de la segunda, si se me permite abusar de cierto grado de irresponsabilidad, una conocida enciclopedia virtual -a la que muchos ignorantes apelamos para aprender generalidades- nos dice que se trata de “una transmudación de la libido no aplicada: es decir, que ha obrado la represión sobre una moción de deseo inconsciente, y que el monto de energía psíquica o libido ligado a esa representación reprimida, que necesariamente debe ser descargado, pasa a la conciencia como angustia”. Verdaderamente no es mi intención diagnosticar a nadie, pero a priori parece quedar claro que no fue angustia lo que sintieron los patriotas de Tucumán y que se entiende más o menos el porqué de la imaginación emocional del presidente no nombrado.

Desde el punto de vista político, sin embargo, resulta interesante fortalecer la idea de que lejos de sentir angustia, los argentinos que cumplen y sostienen la voluntad independentista, en todos los momentos de nuestra historia, son los que se reconocen actuando “por la autoridad de los pueblos”, no solo de manera formal o institucional, sino fundamentalmente en sentido existencial. ¿Qué hizo posible, en términos de poder político eficaz, que frente al enorme poder de los imperios que nos colonizaron o pretendieron colonizar (no olvidar que solo 10 años antes de la declaración de la independencia hubo dos invasiones del imperio británico que fueron rechazadas), el Congreso de Tucumán, como representación institucional de las Provincias Unidas, pudiera concretar la independencia, en lugar de huir ante el peligro o paralizarse? ¿Cuál podría ser la autoridad de un representante de provincia, o de varios reunidos en un congreso, para decretar -sin más- el fin de la dominación extranjera en la definición de los destinos de la naciente Nación Argentina? ¿Solamente el poder de la tinta que redactó el documento (o podríamos decir hoy, de la lapicera)? ¿La condición personal de los firmantes? ¿Su método de elección para estar en ese Congreso? ¿O, por el contrario, la existencia verdadera de una “autoridad de los pueblos” que, previamente y de manera directa, concreta, cultural, ya habían tomado su decisión de ser libres, sin huida, sin angustias y sosteniendo esa decisión con la espalda?

La voluntad política de los pueblos de ser independientes y soberanos se expresa de distintas maneras y lo cierto es que las más de las veces no logra ser representada por la institucionalidad formal del sistema democrático. La cooptación de los ámbitos de decisión institucionales por parte de los grupos económicos hiper concentrados, que definen las políticas globales en los temas estratégicos del futuro (tecnología, medicamentos, alimentos, recursos naturales, medios de comunicación y digitales, entre los más importantes), convierte al Estado, al gobierno y a la acción política partidaria en un mero instrumento de sus intereses. No tan solo en la orientación de las medidas que se toman (o lo que es peor, las que no se toman) sino incluso en la agenda sobre la cual se discute o se decide invisibilizar.  Naturalmente, en ese contexto, la disputa electoral en torno a la ocupación de dichos espacios de poder, transita por el mismo andarivel: agenda globalista, soluciones económicas que favorecen el flujo y la acumulación financiera, primacía de las lógicas de mercado en términos globales (fundamentalmente el mercado del dinero) y ausencia completa de planificación nacional que priorice las familias, los territorios, las comunidades, el trabajo y la discusión sobre la presencia de una cultura nacional en el espacio concreto de las ciudades, pueblos o campos de nuestra Patria.

Por supuesto, cuando de eso se trata, el método de construcción de las “opciones electorales” está impregnado de esa cosmovisión, de ese modo de ser y hacer la política: ámbitos de decisión chicos, casi unipersonales (para que nada se salga de control), sin ningún tipo de debate de fondo -ya que las decisiones se toman en otro lado- y, fundamentalmente, sin participación popular de ningún tipo. Todo aquello que exprese divergencia, novedad, frescura, organización popular por fuera de las roscas cerradas, protagonismo y decisión del pueblo por sí mismo, para resolver los problemas reales y verdaderos, busca ser eliminado. Es molesto. Lo que no es “homologado” por los bureau que cada frente tiene para certificar que no se ponga en peligro su propio poder, es anatema y debe ser borrado, desactivado e impedido. Aun cuando nosotros sabemos, como decía el poeta Hölderling, que allí en donde está el peligro, crece también lo que salva.

Ello habla por una parte de la crisis de la democracia representativa como único mecanismo de decisión política y, por la otra, de la crisis absoluta de un método esencialmente oligárquico para la construcción de las alternativas que ofrece esa democracia. Con el barniz de ideologías de derecha o progresistas, el formato está diseñado para que el pueblo y sus orgánicas naturales este ausente.  Clubes de barrio, centros culturales, sociedades de fomento, centros tradicionalistas, comisiones vecinales, lo que sea que el pueblo encuentre como camino de participación genuina, encuentro o cualquier modo de preservación de su ser cultural, no forma parte de la decisión política. Solo son visualizados, en el mejor de los casos, como beneficiarios de alguna migaja que se le caiga del presupuesto. En otros casos, el camino es la inculcación de la lógica privatista y de mercado en el corazón de sus decisiones, como fue el caso concreto del proyecto truncado por el pueblo para convertir los clubes sociales y deportivos en sociedades anónimas.

La necesidad imperiosa de potenciar, darle músculo a la democracia -en un contexto de violencia discursiva y prepotencia de los poderes facticos que buscan sembrar la división y la fragmentación del tejido social- es a partir del protagonismo popular, promoviendo, fortaleciendo y empoderando sus orgánicas naturales y brindándoles un lugar preponderante en la organización institucional. En la política, mesas abiertas y fin de las roscas oligárquicas.

De esta manera, se acortaría la distancia enorme que existe entre la agenda cotidiana de los pueblos y sus representantes, otorgándole a las decisiones política contenidos más verdaderos, más reales que fantasiosos. Los falsos conflictos ideológicos son superados por la solución de problemas y la proyección de esperanzas. Y, consecuentemente, la soberanía popular y nacional se impone sobre las pretensiones de quienes hoy ejercen la dominación extranjera. Tal vez no sean ni naciones poderosas, ni grandes imperios, aunque todavía los hay, sino meramente grupos trasnacionales que planifican sus negocios de manera global, asignando a cada Nación, a cada pueblo, el rol que más conviene a su organización en procura de maximizar una ganancia, independientemente de quien la genere con trabajo, esfuerzo y sacrificio, pero también con creatividad, cultura y genio humano. Lo distinto debe aflorar, para consolidar la unidad sobre la base de la solidaridad.

La democracia solo podrá ser verdadera democracia si es soberana, si logramos consolidar la independencia que añora el pueblo argentino desde lo más profundo de sus orígenes, históricos, culturales y existenciales. Oh juremos con gloria morir.