«Devolver el poder al pueblo», por Mariano Pinedo
DEVOLVER EL PODER AL PUEBLO
Por Mariano Pinedo
La confirmación del bochornoso proceso y condena contra Cristina Fernández de Kirchner, por parte de la Corte Suprema de Justicia de la Nación expresó, desde el punto de vista político, ni más ni menos que la culminación de un descomunal proceso de acumulación de poder por parte de ciertos sectores económicos concentrados en la Argentina, por supuesto con ligazón transnacional (como resulta lógico por tratarse de capitales y poderes que se alimentan del sistema financiero que es, en sustancia, de carácter no nacional y desvinculado de la suerte, felicidad y realización personal y comunitaria de los pueblos y naciones).
Digo culminación, no sólo por tratarse del logro final de una cuenta que estos sectores tenían pendiente con el peronismo, particularmente expresado en los primeros 20 años del siglo XXI a partir de decisiones políticas, mecanismos organizativos y realización efectiva basados en el poder logrado por la centralidad y conducción de Néstor y Cristina Kirchner, sino por tratarse el fallo (como todo el proceso) del punto culmen, máxima expresión posible, del uso desfachatado de poder en beneficio de determinados privilegios y de un injusto y absolutamente desequilibrado sistema de acumulación, que no sólo pronuncia la exclusión de los sectores populares como condición necesaria de su existencia, sino que afecta el desarrollo integral de practicamente todo el territorio nacional, pretendiendo la apropiación de los recursos y bienes naturales nacionales y poniéndo en absoluta vulnerabilidad a la decisión soberana de la Nación como tal, de su pueblo y de su cultura como forma de vida y expresión popular.
Así como en algún tiempo les hizo falta llegar al extremo de bombardear la Plaza de Mayo matando a más de 300 civiles, proscribir al peronismo por decreto durante 18 años, o matar, torturar y desaparecer 30.000 compatriotas, también debieron romper los límites con este fallo que muestra, de manera palmaria, visible, evidente, cómo se organizó, se estructuró y se implementó la decisión de los sectores de poder, entrelazando todas las herramientas que fueron necesarias, desde el apuntalamiento mediático (creando el clima necesario para que sea tolerado por la sociedad), hasta la pornográfica vinculación de la “justicia” “federal”.
El poder judicial quedó expuesto como el mecanismo institucional más funcional a los poderes fácticos económicos, títere utilizable para lo que fuera necesario y con las herramientas que hicieran falta, sin miramientos ni límites. Ostensible y virulenta demostración de poder: servicios de inteligencia, dádivas, viajes pagos, amistades con poderes internacionales que garanticen impunidad, cobertura institucional y mediática, intervención directa y visible del Poder Ejecutivo. Todo el poder. Toda la carne en el asador para cumplir un objetivo: disciplinar o castigar a cualquier vestigio de poder que se anteponga en defensa de la soberanía nacional, la cultura popular y la distribución equitativa de la riqueza.
Las relaciones de poder, en la forma histórica tradicional de comportamiento político, suelen canalizarse a través del diseño, consolidación y manejo de un determinado sistema institucional, representativo de esas relaciones, ya sea en busca de garantizar privilegios o, en tal caso, para lograr determinados equilibrios sociales. Pero la historia argentina es la historia de una puja entre poderes que no encuentra punto de equilibrio y cuyas instituciones no logran resolver ni tan siquiera representar, enmarcar o conducir la dinámica conflictiva que se da entre los sectores dominantes y los sectores populares. El formato institucional de la Constitución de 1853/60 consolidó una situación de poder de los triunfadores en la Batalla de Caseros, es cierto. Pero así y todo, a pesar de los momentos de esplendor de la generación del 80, no logró encontrar en el sistema institucional la respuesta a la irrupción de nuevos protagonismos políticos, como los inmigrantes primero y las clases trabajadoras luego. Ni el surgimiento del Yrigoyenismo, ni la reacción conservadora en su contra, pudo encontrar en la organización político jurídica una respuesta clara. El golpe de Estado de 1930 y el consecuente proceso de inestabilidad institucional de esa década, con la utilización extrema de mecanismos electorales fraudulentos, fueron prueba de ello.
El surgimiento del peronismo, también enmarcado en la revolución de 1943 contra los abusos de la década y la incapacidad institucional y política para incorporar a la vida pública las nuevas realidades sociales, termina expresándose en la calle, no en el marco del sistema institucional, que claramente no era apto para recibir esos cambios.
Efectivamente, quien comenzaba a desarrollar un mecanismo que organizara y condujera a las masas populares, a partir del encuadramiento de los trabajadores en un movimiento obrero que hasta entonces solo era parte de conflictos aislados (no por ello menos meritorios), fue advertido por el régimen dominante como peligroso y fue hecho preso. Ese es un momento bisagra en el sistema institucional argentino que, incapaz de representar, terminó siendo desbordado. El vano intento de anteponer un dique a la evolución, poniéndo preso a Juan Domingo Perón, eliminando el obstáculo emergente, es la eternamente ciega respuesta del poder fáctico, en el entendimiento -que aún hoy persiste- de que se puede formatear el proceso histórico por la sola voluntad y ejercicio del poder de fuego, prescindiendo de los intereses populares (a los que identifica no sin razón como contrarios a los propios) pero sobre todo creyendo que no existe en ellos una forma de anteponerse como poder contrario. En eso me quiero detener.
El gran aporte del peronismo, guiado por la inigualable capacidad política del General Perón y la fortaleza anímica, mística, amorosa de Evita (que siente en carne viva el dolor popular y se avoca a sanarlo), es el método por el cual la masa popular se puede convertir en pueblo y ser un actor protagonista de la decisión política. Ante la evidente incapacidad -o voluntad contraria- del sistema político institucional de canalizar esa realidad en un equilibrio que procure mayor justicia, el movimiento peronista activa un mecanismo propio, siempre adecuado a los tiempos y coyunturas, para estructurar un poder alternativo al régimen. Intentó en su momento (1949) darle forma institucional, para consolidarlo y brindarle una justa estabilidad. Pero la fuerza, el derecho de las bestias diría después Perón, lo eliminó por un bando militar.
De todos modos el método siguió vigente: ver, apreciar y juzgar la realidad en el seno de las orgánicas que el pueblo se da en cada momento; promover y sostener esas orgánicas que se sustentan en el principio inquebrantable de la solidaridad, del encuentro, de la amistad y poner en marcha con acción ese protagonismo. Buscando formas de re unir. Buscando vincular esa fuerza que es el trabajo, que es la producción y que es la vida en comunidad.
Es cierto que no logramos nunca institucionalizar ese método pero funcionó, a su modo, y aún está vigente como posibilidad. Fue el obstáculo contra la imposición de la voluntad del régimen e incluso en varios momentos pudo pasar a la ofensiva. Por supuesto que cuando logramos el gobierno algunas cosas se facilitaron, porque con el Estado definiendo políticas en favor del pueblo éste se hace más fuerte. Pero funcionó mejor cuando no perdimos de vista que el eje de verdadera transformación era, y es, el protagonismo del pueblo organizado y libre.
Hasta que los propios peronistas dejamos de creer. Hasta que creimos que solo consistía en seguir las reglas del sistema, para acceder al gobierno y endiosar al Estado como único camino y herramienta posible. Hasta que el movimiento peronista comenzó a creerse una mera ideología, un modelo económico alternativo al liberalismo, una moralidad buenista y víctima de una amoralidad poderosa y mala. Hasta que dejamos de sabernos como otro poder, con otras lógicas de acumulación y otras fuentes de energía transformadora. Es decir, hasta que dejamos de ser pueblo para convertirnos en auto percibidos salvadores iluminados de ese pueblo que estaba, en nuestra concepción interna, en otro lado. El peronismo convertido, no en un poder victorioso, sino un mecanismo electoral que pretende a veces esclarecer y otras veces rogar atención -cuando no retar con el dedo- a un pueblo que pusimos afuera de nuestras variantes de construcción.
Es verdad que los emergentes y conductores, cuando comprenden y ejercen de tales, facilitan el proceso y lo ponen en un camino de victoria. Los dueños del poder económico lo saben y activan el único mecanismo que conocen: eliminar la influencia del o la que conduce. Horadar la confianza, debilitar los vínculos o simplemente eliminar a la persona. “La bala que no salió, el fallo que va a salir”, expresó abiertamente el titular de Clarín. La dictadura militar pareció entender más y profundizó. Como Perón ya había muerto, decidió eliminar además a los cuadros que mejor comprendieron su tarea militante: los que hicieron de la militanca un servicio, los que se adentraron en el seno de la organización, los que fomentaron, promovieron e impulsaron al pueblo a protagonizar sin miedos, con libertad y con el convencimiento de ser un poder llamado a triunfar. Tan verdadera fue su tarea militante que prevalecieron a la violencia inusitada y derrotaron nuevamente al régimen.
El retorno de la democracia, con su herida abierta, permitió que esa potencia de lo popular emerja. La puja de poder persiste, pero el peronismo se mostró vivo nuevamente, logrando en momentos restablecer la justicia social como eje de las decisiones y a partir de allí expresar la existencia verdadera de una protagonismo popular victorioso. El desafío del momento es primero retornar a las convicciones, sabernos servidores y promotores de un proceso y no beneficiarios en la ocupación de los espacios (diría el enorme Francisco).
El trabajo, la tarea, es retornar al método, para no perder de vista el objetivo: devolverle el poder al pueblo. La unidad en la concepción logra la unidad en la acción. Unidad en el seno del pueblo, que requiere de convocar, no de convencer; de llamar a la acción, no de rogar uno o dos votos a cambio de entregar banderas.
La época es confusa, de profundos cambios. Por eso es indispensable encontrar formas de ver juntos, apreciar juntos y decidir de manera conjunta. Así como Perón en 1945 entiende que los cambios en el poder mundial exigían un Consejo Nacional de Posguerra, convocado a todos los actores de la vida nacional, hoy la hora requiere algo similar. Hay quienes tienen miedo de eso, que creen que esa actitud debilita los liderazgos. Se amparan en la superficialidad de un supuesto verticalismo ordenador y encima evocan a Perón. Capaz hubieran acusado a Perón de asambleísta o de trosko, por convocar al Consejo Nacional de Posguerra a pensar en conjunto la salida.
Lo cierto es que el mundo está perdido en cuanto a la forma de estructrar el poder de los pueblos. El Papa Francisco también vio esta situación, cuando denunciando la cultura del descarte convocó a construir la cultura del encuentro. No es eso una salida discursiva, sino metodológica. Producir encuentro, desplegar procesos y lograr protagonismo de los pueblos que así se organizan. No es casual que una de las marcas del papado de Francisco haya sido la sinodalidad, un método de apertura a la escucha para incorporar en la decisión el pulso del tiempo y del espacio en que se vive. No por eso se pierde “verticalidad” y conducción. Respeto.
El sistema institucional de las democracias del mundo es evidente que está crugiedo. Los personalismos manipuladores de la opinión procuran generar odios, miedos, fragmentaciones y enemistades de unos contra otros, para dominar desde la fuerza, el derecho de las bestias. El peronismo tiene una memoria que es la memoria del pueblo argentino y de América Latina. Una memoria que cree de verdad en que la solidaridad y la comunidad organizada es un camino de victoria, por su contundencia transformadora y no por tener o no tener razón en una teoría económica o por ganar una elección.
Buenos Aires, 21 de Junio 2025.